Como animalitos montaraces, las cabras a menudo avanzan por senderos muy angostos y escarpados. ¿Qué hacen cuando dos de ellas se encuentran frente a frente en una senda que tienen de un lado una pared vertical y del otro un profundo abismo?. Retroceder no puede, tampoco puede desviarse una de ellas, porque el sendero es sumamente angosto. Si las dos cabras insistieran en avanzar, ambas caerían al precipicio. Entonces ¿qué hacen? El instinto les ha enseñado a hecharse a tierra, para que una de ellas pase por sobre el cuerpo de la otra, y asi ambas puedan proseguir su camino. Tal vez nos preguntemos cuál de las dos cabras toma la iniciativa de agacharse. Pues cualquiera de ellas. Lo importante es salvar la vida y seguir caminado sin problemas.
¿No advertimos aqui una lección de conducta humana? Como ocurre con las cabras, el saber "agacharnos" ¿no asegura con frecuencia el resguardo del bienestar propio y ajeno?. Cuántas veces, frente a una discusión, ó cuando debemos arreglar nuestras diferencias con alguien, saldríamos ganando si estuvieramos dispuestos a "agachar el lomo". Pero nuestra naturaleza viciada de orgullo y amor propio nos impide tomar la buena iniciativa. Y así, nuestra obstinación y porfía nos lleva a insistir con nuestros argumentos.
La enseñanza cristiana nos exhorta a despojarnos de nuestras preferencias egoistas y a ponernos un poco en el lugar de nuestro prójimo, quien tiene los mismos anhelos y necesidades que nosotros. Por eso la inmortal regla de oro presentada por el maestro dice "Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos" (Mt 7:12)
Esta ley de condescendencia humana y de amor fraternal es la única que puede garantizar relaciones cordiales y constructivas. Despreciar esta ley divina equivale a no saber convivir y a deslucir la existencia. De ahí el inmenso valor de saber ceder y comprender. Tal la simple pero importante lección que nos enseñan las modestas cabritas montarases.